viernes, 15 de abril de 2011

TEOLOGÍA SIN METAFÍSICA


Hasta ahora, a los 27 años de edad, logro preguntarme: la teología, ¿para qué necesita de la metafísica? ¿Se puede hablar de Dios sin recurrir a principios universales?


La necesita para: darle el sitio que le corresponde y, para independizarse de ella. En cuanto a lo primero hay que decir que ella es uno de tantos modos de explicar el mundo; en cuanto a lo segundo, que la teología puede sobrevivir por sí misma. A penas ahora logro comprender que necesito solo dos proposiciones metafísicas: a) Dios es más que el ser. Así que no es imperativo un tratado sobre el ser para hablar Él, aunque, es cierto, definir el ser ayuda a comprender aquello que no es Dios; b) Dios no es el ser, es quien lo posee. Así que me basta hablar de su presencia. Su presencia no es unívoca, sino equívoca. Por ende, el concepto es el más rígido de los instrumentos humanos para acercarse a Dios. Será mejor llegarse con la ironía, la ambigüedad, el chiste y la caricatura. Estas últimas son más flexibles para intimar con la presencia libre de Dios.

¿Cómo he llegado hasta aquí? Me he dejado seducir por la evolución de la comprensión de la revelación. Y esto ha sucedido desde el ámbito de la filosofía. Lo explico en dos partes:

1. Algo de biografía y de bibliografía.

Desde que recuerdo, desde mi infancia, he sentido gusto por la reflexión. Eso no quiere decir que fuera un genio en eso. Solo lo hacía, y me valía de las herramientas que un niño de una vereda de Colombia suele tener. O sea, el ecosistema, los vecinos y la religión. A los 14 años de edad me recibieron en un internado. Viajé de mi región, el Huila, hasta Tunja, en Boyacá. Allí permanecí un año. Las cosas no cambiaron mucho. Yo seguía en mi mundo imaginario. No entraba a clases. Me escapaba y me iba a caminar por la vía del tren. Aún tengo en mi nariz el olor a eucaliptos y a tierra húmeda de aquel lugar. A veces me acostaba en el pasto y me iba por el cielo en las alas azules de la imaginación. Allí me enamoré.

Terminó ese año escolar, noveno, y regresé a mi tierra. Al año siguiente ingresé al internado del seminario menor de Garzón. Allí descubrí que aquellos demonios que buscaban salirse por mis ojos, nariz y oídos, aquellos que me mantenían suspendido del más allá, eran mi vocación. Conocí la filosofía presocrática. Pude darle forma a mis intuiciones. Desde entonces solo hablaba del principio de las cosas. Me preguntaba, a ejemplo de Tales de Mileto, de Anaxímenes, de Anaximandro, de Pitágoras y demás, por el origen de cuanto existe. A veces era acuático, otras veces del aire, otras de lo indefinido, otras de los números y, otras veces, de todo un poco. Recuerdo que tenía batallas campales con mis compañeros. Cada quien defendía su autor y posición. Desde entonces me nació un gusto enorme por la lógica. Veía que ella me hacía ganar, o por lo menos, no me dejaba perder. Y para un joven no hay cosa más atrayente que un argumento lógico. Caigo en cuenta que el curso terminó con el análisis de unos pensamientos de Kierkegaard. No entiendo cómo pasó el profesor de los presocráticos al existencialista. Parece ser que él había hecho su tesis de grado en este autor.

Al siguiente año, me enviaron a otro internado, por cuenta de la misma diócesis: al colegio san Luís Gonzaga en Elías, Huila. Allí me gradué de bachiller. También estuve más ligado a la filosofía. Un día de ocio, hablaba con un compañero. Estábamos en la cancha de baloncesto. Le dije: -¿y si ya estamos muertos? ¿Y si no nos hemos dado cuenta? ¿No crees que somos como sombras?- Parece claro que por esos días estábamos con la pega de los filósofos socráticos. Así le llamábamos a Platón y a Aristóteles. Yo, por supuesto, me creía Sócrates. Me fascinó todo cuanto nos contaban de él. En ese año nos hicieron aprender un cuadro sinóptico con los principales filósofos de la historia. Como se puede adivinar, había muchos nombres raros.

Al año siguiente pasé al seminario de Garzón. Allí hice un semestre de filosofía. De esa época recuerdo al padre Azarías Pastrana, un excelente filósofo. Esa fue la oportunidad para pasar de la anécdota o chisme filosófico a sistemas. De él aprendí que toda la historia del pensamiento era la dialéctica entre ser y no-ser. Parménides era el representante de lo primero, Heráclito, de los segundo. Desde entonces, todo filósofo se esfuerza por tomar partido, inclinar la balanza a cualquier lado, o, por equilibrarla. Quienes habían puesto en diálogo a los dos autores eran: Sócrates, Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, Kant y Hegel. Hasta allí nos llegaba la capacidad para retener nombres extraños, y no solo eso, para recordar cómo los habían hecho dialogar. Recuerdo que este profesor optó por profundizar en Aristóteles. Desde entonces vengo estudiándolo con mucha seriedad. También comenzaron las clases de latín y de psicología. En esa ocasión leí ‘el mundo de Sofía’.

Pasó año y medio sin recibir clases. Solo tenía mis apuntes. Los repasaba hasta aburrir las hojas. Después de ese tiempo retomé los estudios filosóficos. Volví a repetir el primer semestre. Lo hice en Medellín en un seminario de los padres Vicentinos. Las cosas se ponían más serias. Retomé de nuevo a Sócrates, Platón y Aristóteles, solo que esta vez con énfasis en el mito de la caverna de Platón y en la lógica aristotélica. En esos meses leí el “Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha” en una versión enorme con láminas de Dorée. Al segundo semestre pasé a la facultad de filosofía de la Universidad Pontificia Bolivariana. Allí me encontré con excelentes profesores en filosofía medieval (ya era hora de dejar las introducciones), en teoría del conocimiento y epistemología, en metafísica (de ente et essentia, Tomás de Aquino) y en algo que me fascinó: fenomenología de la religión. También tuve un profesor de latín que me hizo cogerle gusto a la etimología.

Al año siguiente estuve en Quito, Ecuador. Estuve un año sin asistir a clases. Pero tenía todo el tiempo libre. Fue fundamental para conocer los ensayos de antropología de Xavier Zubiri. Ese nombre lo había escuchado en una conferencia en la universidad Bolivariana. No sabía de quién se trataba, así que busqué algunos de sus textos pro internet, los imprimí y los absorbí. También busqué textos sobre el pensamiento de Heidegger y Husserl. Me detuve más en Husserl, en esos días no hablaba de otra cosa que de la epojé, de poner entre paréntesis, de la intuición eidética…también machacaba con la inteligencia sentiente, el faciendum de la esencia humana, y otras rarezas. Aproveché para robarme las llaves de la biblioteca. Esculqué cada estante. Era un salón grande. En alguna época los vicentinos del Ecuador habían cultivado las humanidades clásicas, porque allí encontré a Virgilio, Horacio, Plutarco, Séneca…intenté aprenderme de memoria los primeros versos de la Eneida: arma virumque cano… pero ya se me olvidó.

Al año siguiente me hice dominico. Conocí, en una visita al museo de santo Domingo, la Orden de Predicadores. Caí bien y, a la semana de haberlos conocido me enviaron a Cuenca a hacer el postulantado. Allí conocí a trece amigos inolvidables. Ya no recuerdo bien sus nombres y apellidos, pero sí sus rostros. A ese tiempo se remonta mi amistad con Nivaldo Machín, un escritor y literato cubano que quiso ser fraile. A algunos nos inscribieron en el seminario diocesano del lugar. Allí recibí clases de filosofía y teología. Recuerdo que comencé a gustar de la biblia. Un padre eudista, Gerson Mora, me hizo conocer algunos escritos del padre Schillebeeckx. Allí recibí mi primer curso dedicado exclusivamente a la lógica formal. El profesor, no recuerdo su nombre, se dedicó a enseñarnos la historia de la lógica. También estudié antropología filosófica, psicología freudiana y alguna historia de la filosofía. Estudié Quichua y griego. Eso duró un año. Al final hice mi síntesis filosófica. Reuní mis estudios y los homologué. Ya tenía suficientes para optar por la síntesis. La hice sobre filosofía de la historia.

En aquella época encontré en la biblioteca del convento (de ahí adquirí algunos buenos libros) un estudio de un filósofo cuencano sobre T. de Chardin. Hablaba del fenómeno humano, del Cristo Omega, de la evolución, del salto cualitativo, de la complejidad-conciencia, del cono: fuerza tangencial y radial, convergencia, divergencia, espiritualización de la materia, pleroma, noosfera…muchas novedades. Encuadraban muy bien con mis antiguas disputas presocráticas sobre el origen del universo. El estudio del pensamiento de este jesuita me hizo pensar más en la noción de tiempo. Fue entonces cuando investigué a Einstein y su teoría especial de la relatividad. Debo confesar que esa síntesis fue poco original...sin cometer plagio (citaba en pie de página como lo exigían las normas), no trataba muy bien las citas indirectas, los ‘confrontar’.

Hice los dos semestres. Después comencé el noviciado en Quito. El convento de santo Domingo era especial. En el noviciado había una pequeña biblioteca de autores recientes, sobre todo literatos. Dejé atrás los libros viejos del convento de Cuenca y me estrellé con algo más contemporáneo. Por la influencia de Nivaldo pasé del pensamiento metafísico y lógico al cuento y la novela. La transición no fue difícil. Comencé con Milan Kundera ‘la insoportable levedad del ser’, ‘la inmortalidad’, ‘el libro de la risa y del olvido’, y otro que no recuerdo; me encanté con Oscar Wilde, ‘el retrato de Dorian Grey’ y una colección de sus cuentos, entre ellos la casa de los Baskerville; conocí de García Márquez, ‘vivir para contarla’ y ‘crónica de una muerte anunciada’; también la autobiografía de Neruda; Dovstoievsky ‘Crimen y castigo’; Tolstoi (era una colección de cuentos); libro cuyo autor no recuerdo: ‘cóndores no se entierran todos los días’ (creo que el autor es un caleño); Dan Brown ‘ángeles y demonios’, ‘el código Da Vinci’…y, ‘Sherlock Holmes’ de Conan Doyle. Eso en cuanto a literatura. En cuanto a filosofía, comencé a devorar algunos libros de Miguel de Unamuno: ‘sentimiento trágico de la vida’, ‘la tía Tula’, ‘Don Manuel Bueno mártir’, ‘don Zandalio jugador de ajedrez’…ese año fue muy productivo. También estudié latín y griego.

Terminado el noviciado y todas las vicisitudes para hacer votos, pasé al norte de la ciudad, al convento de santo Tomás. Me inscribí en la Pontificia Universidad Católica. Allí tomé otro año de filosofía. Con ese año se juntaban siete semestres. No pasé a teología como artimaña mía. Quería seguir la carrera en filosofía. Ese año estudié de nuevo lógica, esta vez con un excelente maestro. Me enseñó la lógica de Irving Copi. También tuve otro gran profesor que me guió el seminario de la ´etica a Nicómaco’. Tomé cursos de filosofía latinoamericana, psicología de la personalidad, antropología, historias de la filosofía, francés, arte y cristianismo, y algunos otros. Durante ese año me motivé por un libro de introducción a los símbolos románicos. Leí ‘La peste’ de Camus, ‘la vida eterna’ de Saramago, ‘La importancia de llamarse Ernesto’ de Wilde, ‘la metamorfosis’, ‘el proceso’, ‘el castillo’ de Kafka; volví a leer el ‘Quijote’.

Al año siguiente vino arreció un conflicto: no me dejaron seguir los estudios filosóficos para titulación. Me hicieron pasar a la teología. Ya había tomado algunos cursos en Cuenca y en ese año de filosofía: introducciones a la teología, a la biblia, al cristianismo. Ese año cursé solo créditos de teología. Tuve buenos profesores en teología fundamental (estudiábamos a Rahner), en Pentatéuco (método histórico-crítico). Pero no había podido hacer el salto a la teología. Mis aportes y discusiones seguían siendo filosóficos. Me resistía hablar de teológicamente, y si lo hacía era desde la lógica o el pensamiento de santo Tomás. Me era más fácil. Pero, a pesar de mi gusto por los grandes sistemas, como el aristotélico-tomista, entreveía que la nueva teología se debía pensar desde la literatura, el cine, la filosofía y la pintura. Esa tensión entre filosofía y teología me hizo derivar hacia el estudio de las religiones. Comencé a investigar la evolución de las ideas religiosas. Era una manera de ser filósofo y algo teólogo. Devoré la ‘historia de las creencias y las ideas religiosas’ de Mircea Eliade, también ‘Lo sagrado y lo profano’, de R. Otto ‘Lo santo’. Comencé a leer textos de Freud, pero sobre todo de Jung. De este último tomé la idea de los arquetipos del inconsciente.

Todavía estaba seguro de los metarrelatos. En mis escritos y razonamientos aplicaba la tesis, antítesis y síntesis al estilo hegeliano. Así me quedaba más fácil. Ponía un autor con su doctrina, luego quien la contrariara y por último hacía síntesis. En esos días se originó para mí el problema de la revelación. Intentaba unir la historia de las ideas religiosas de Eliade con los arquetipos de Jung. Y quienes me servían de puente eran el Maestro Eckhart, Susón y Taulero. El ser humano es por gracia lo que Dios es por naturaleza. En su interior existe una chispita, en el fondo, donde se une la divinidad con la humanidad. Allí el ser humano dejaba de ser él para ser otro. Así como se funde una gota de agua en el vino, así el ser humano en Dios, así como un espejo refleja el sol, así el fondo humano y Dios. Esa imagen que se proyecta son los arquetipos. Símbolos por los cuales Dios sigue hablando. Y habla en toda cultura y religión. Para entonces no me era difícil ver al Cristo cósmico en cada religión, en cada cultura.

Al año siguiente me encontraba en México. Del Ecuador me enviaron a concluir mis estudios en filosofía en la UNAM, pero los frailes mexicanos (que habían prometido ayudarme en eso), se echaron para atrás y me hicieron continuar con la teología. Estaba molesto. El maestro de estudiantes era el director del instituto teológico. Para él mejor que Ecuador pagara mensualidad en ese lugar y no en otro. Estudiaba en el instituto y en el convento. Tuve la suerte de recibir clase de dominicos muy estructurados: en eclesiología, David Diaz, no salía de Tomás y Congar; en Pentatéuco, Pepe Loza, método histórico-crítico; en problemas teológicos, Mauricio Beuchot, su hermenéutica analógico icónica (en ese tiempo la bauticé hermenéutica analógico-alambicada). Mauricio me daba libros sobre su hermenéutica y yo los leía. Tomaba apuntes. Pero, poco a poco, iba tomando forma una resistencia muy antigua: desde cuando empecé mi camino filosófico me había algo en mí que se resistía a la lógica, metafísica y estructuras. Pero era algo muy débil como para ponerle atención.

En México seguía leyendo filosofía, literatura universal y de las religiones. Me acerqué a códices mayas y aztecas; de Drewermann ‘Giordano Bruno, el espejo del infinito’, algunas biografías de san Pablo y novelas de cristianos; me deleité con un libro de poesía de Gibrán Jalil Gibrán; retomé a Mircea Eliade y al Maestro Eckhart; llevé a mi habitación un libro de las obras de Da Vinci, una colección de todas sus pinturas y trabajos; visitaba museos, iba a cine, asistía al taller de pintura de Brigitte Loire, la hija de Gabriel Loire, vitralista francés, iba al taller de pintura de Julián Pablo Fernández, un dominico pintor de los rostros de Cristo. En mi biblioteca personal coleccionaba libros de religiones, arte, dibujo, literatura y cosas raras. Los libros de teología que tenía eran aquellos que me mandaban a leer, o los de biblia que me regalaba el padre Loza.

Fue curioso porque en México, y bajo la tutoría del padre Loza, comencé a escuchar música clásica. Obras completas que él coleccionaba: Bach (pasiones), Mozart (réquiem), Beethoven, Vivaldi, Litz, Mahler, Brahms (réquiem)…otro gran aporte lo recibí del padre Gabriel Chico. Es un hombre apasionado por la etimología. Su habitación es un laberinto de libros. Me regalaba libros sobre redacción, griego. Retomé otro año de griego (juntaba así cinco semestres de esa lengua). Me gustaban sus clases sobre etimologías. Así configuraba un gusto adquirido desde mucho antes.

Después de estudiar en México regresé a Colombia. En Bogotá me inscribí en la licenciatura en Ciencias Religiosas de la Pontificia Universidad Javeriana. Allí ahondé en textos de Heidegger (comentarios), de Foucault ‘historia de la sexualidad’, ‘el nacimiento de la prisión’, de Freud (algunos comentarios) Slavoj Zizek ‘el acoso de la fantasía’, Nietzsche (comentarios), K. Rahner, ‘oyente de la Palabra’. En literatura, Stendhal ‘Rojo y negro’; de Mishima ‘Confesiones de una máscara’; de Carlos marzal ‘Los reinos de la casualidad’; de Exupery ‘Le petit Prince’; de De Wohl, una novela sobre san Benito y otra sobre san Ignacio de Loyola; de Cocteau ‘El libro blanco’; de Barthes ‘Sade, Fourier y Loyola’; poesía de García Lorca, Ruben Darío, Verlaine, Baudelaire y Rimbaud. En esa época me dio por coleccionar libros raros: ‘diccionario de los lugares que nunca existieron’, ‘guía de lugares imaginarios’, ‘abecedario de antropología’, ´diccionario de símbolos y mitos´. Ahora tenía la gran biblioteca de la Javeriana para mí solito. Con este material y otras referencias, elaboré mi proyecto de grado. Luego de diez años de estudios de pregrado en filosofía y teología, por fin me graduaba. Esta vez el trabajo fue una síntesis de teología, filosofía, literatura, pintura y cine. Busqué una espiritualidad a la que llamé antropología mística.

Después de esto, viajé al Huila. En Garzón fui profesor de religión, dibujo, pintura, ética, urbanidad, francés y democracia. De mis alumnos-as aprendí mucho. Allí pude esquematizar los diez años de estudios universitarios y darles el conocimiento ordenado. Hasta entonces era un fanático del orden, de la lógica, de la metafísica, del esquema. Mi debut fue en el dibujo y en la clase de religión. Comencé a exponerles mis teorías sobre la evolución de las ideas religiosas, y me daba gusto explicándole la evolución de las ideas de la fe cristiana. Eso les llamó mucho la atención hasta el punto de decir que cuando grandes querían estudiar religiones. Es curioso que hayan despertado ese gusto. Lástima que para sus padres sea mejor estudiar algo que de dinero.

En mis tiempos libres, que eran pocos, me dediqué más a la pintura, a salir al Magdalena, a gozar del paisaje. También leí algunas cosillas. De Freud ‘totem y tabú’; de Lacan ‘escritos y seminarios’; algunos textos de Bataille; Nietzsche ‘más allá del bien y del mal’; de Jean M. Auel ‘los hijos de la tierra, el oso cavernario y el valle de los caballos’, de Jaime Bayly ‘relatos’; de Gustavo A. Becquer ‘rimas y leyendas’; algunos cuentos de Jorge L. Borges; García Márquez ‘cien años de soledad’; ‘el coronel en su laberinto’, ‘la cándida heréndida y otros cuentos’, ‘el coronel no tiene quien le escriba’; de Saramago ‘ensayo sobre la lucidez’, de Proust algunas páginas de ‘los placeres y los días’, de Neruda ‘poemas de amor’; la poesía de los colombianos José Asunción Silva, José Eustasio Rivera y Rafael Pombo.

Ese año fue espléndido. Después regresé a Bogotá a continuar con mis estudios en Maestría en Teología. En lo que corre de este semestre me he encontrado con la teología en pasta. Es curioso que apenas ahora estoy dando el paso hacia la teología. Pero lo estoy dando de una manera curiosa. La siento en mi cuerpo, me estremezco con algunos textos teológicos. Aunque estudié teología, y leí bastantes textos teológicos, (no los he hecho lista de ellos pues esta es la historia de mi pensamiento filosófico), nunca me sentí teólogo. Ahora sí me siento teólogo. Pero uno raro. Sigo siendo filósofo amante de la belleza de las letras y de la figura. Pero me he hecho sensible para el problema de Dios. Ya no me dedico al estudio de las religiones, sino que ese tiempo se lo dedico a la lectura teológica. Me puse en la tarea de leer la historia de la teología en el siglo XX (fantástico), en los seminario me he puesto al día con autores protestantes (que no conocía muy bien), y con la corriente jesuita del método teológico. Esto complementa mi formación teológica como dominico. Y soy teólogo raro porque las pretensiones de filosofía y literatura como lugar de revelación han trascendido. Ya no son solo lugar, sino un nuevo lenguaje.

2. Evolución de las ideas.

Mi formación ha sido aristotélica-tomista. Soy un hijo de occidente. Eso no lo puedo negar. A pesar de que he tratado con autores muy esquivos y críticos, siempre los leí desde la barrera de la identidad. Desde niño fui formado en el principio de la identidad y en la no contradicción. Temía a los sofistas y elogiaba a los lógicos. Siempre busqué apropiarme del conocimiento en función de la crítica, del debate, de las ideas geniales; algo muy egolátrico.

En este semestre de maestría en la Javeriana, he podido formular cuanto bullía y se escapaba de mis pretensiones apolíneas.

La filosofía occidental se ha cimentado en el principio de identidad y de no contradicción. A es igual a A; una cosa no puede ser y no ser en el mismo tiempo y la misma circunstancia (Lógica formal). Con Hegel me di cuenta de que es posible el principio de contradicción y de tercero excluido. A es A y aquello que no es A. Esto permite la dialéctica. Y la dialéctica busca la verdad. Existe otra lógica, una que se mueve. Esto representó un hito en la historia de mi pensamiento porque hasta hace unos meses defendía a espada la lógica formal y el tomismo. Con el aporte de Hegel me di cuenta de que la verdad es un proceso, la ciencia va avanzando. Y eso lo pude haber leído muchas veces, pero hasta que no recibiera la crítica sobre la lógica, no lo iba a tomar en serio.

Siguiendo la crítica a la lógica de proposiciones, Heidegger dice que la relación que hay entre el enunciado y la verdad no es directa, sino que está mediada por la existencia. O sea, la cuestión no es de hallar la verdad en lo dado, si del sentido. Impresionante. Levinas dirá que esa mediación es un superlativo, el más allá que el ser. Más fuerte aún.

Siguiendo a Levinas, occidente ha fundamentado la violencia desde la metafísica y el deseo de poseer la verdad absoluta. La doctrina del ser es violenta, excluye la diferencia. Es la pelea entre identidad y diferencia. La primera convoca a la guerra. La segunda es absorbida. Y el mayor peligro está en identificar a Dios con el ser. Porque si la metafísica indica guerra, entonces esta se hará en nombre de Dios. K. Rahner me ayudó a entender que Dios no es el ser, Él es quien posee el ser. Es quien se muestra pero sigue siendo libre. Es absolutamente libre.

Por otra parte, la realidad está mediada por el lenguaje. Este es el gran aporte del siglo XX. La realidad se estructura desde el lenguaje. Y Dios solo podemos decir desde el lenguaje. Por eso, la idea que tenemos de Dios también es mediada. Para entender los modelos bíblicos de Dios hay que recurrir al contexto. Así la teología se hace contextual y de metáforas. Así pues, cualquier metáfora de Dios es relativa. Y en esto se ve el límite del concepto. Los conceptos se erigen desde la metáfora (son lenguaje violento). Pero el concepto (principio de identidad), no habla bien de Dios. Es que Dios no es el ser, puede ser conceptualizado en la medida en que el concepto habla de la posesión del ser, más no más allá. Dios no se identifica, el permanece libre. Los seres humanos hablamos de su libertad de manera metafórica, es más que libre.

Así pues, una teología fundamental que acepte que Dios no es el ser, sino ambigüedad, diferencia, ironía, debe tender a la Teografía. O sea, a hacer una historia de los modelos de Dios y descubrir hacia dónde tiende la comprensión de su revelación.

¿Por qué ironía? Porque Dios se escapa al concepto. La mejor manera de seguirlo es desde lo huidizo, desde el humor, la risa, la caricatura. Estas maneras le hacen bien a la teología porque la sacan de su maraña de conceptos, métodos de identidad y demás esquemas que parten de la metafísica.

¿Es necesaria la metafísica? Ella no es mala. Pero hay que tener en cuenta que supone un estancamiento del pensamiento. Y este, como lenguaje está en proceso. Es mejor encontrar a Dios como presencia ambigua.

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