viernes, 3 de septiembre de 2010

La Rana y la Pirámide




Es el final del recorrido por el parque arqueológico de san Agustín. La tarde se avecina. Sin embargo, las fuerzas están jóvenes y quieren seguir investigando y descubriendo estatuas. Una de ellas es imponente. Se trata de una pirámide. No termina en punta. Es un poco achatada. Es parda, de roca dura. Parce venirse sobre el observador.
La pirámide está llena de figuras en alto relieve. Más bien se trata de grandes y pequeñas estatuas que descienden desde el nivel superior hasta casi tocar el piso. En la parte alta hay hombres tallados en piedra. También hay perros. Tales figuras guardan una magia antigua que provoca el terror con solo sentirlas presentes. Desde lo alto descienden unas ranas. Pareciera que quisieran lanzarse contra mí. Son tremendas. Es curioso que la visión en fuga se invierta. Debiera ver las lejanas más pequeñas y las cercanas más grandes. Pero no es así. El tejido de ranas son, a lo lejos grandes y a medida que se acercan, pequeñas. Entre más lejos hay menos (caben menos en la superficie de la pirámide), entre más cerca más pequeñas y mucho más grande el número.

Contexto. Este sueño precede a una etapa de salud personal. Durante mucho tiempo he estado seco en el espíritu, con tedio para la oración, incluso, en un profundo escepticismo. El escepticismo tenía por causa las lecturas de Lacan. También, tenía pereza para contemplar, pereza para orar, deseos de dormir y cansancio interior. Esto se reflejaba en mis clases. Me había vuelto neurótico, discutía y regañaba a mis alumnos con facilidad. A esto se suma la intensidad de la energía sexual y el descontrol de la misma.
A este sueño lo precedió otro: recuerdo que estaba descifrando códigos, anagramas. Solo yo pude descifrar un mensaje encriptado. Era una frase que tenía el secreto de la vida. Cuando desperté no pude recordar el sentido ni la traducción. Este se dio unos días antes de las pirámides.
Reconocimiento. Debo reconocer que el sueño de las ranas marco un hito en mi espíritu. A partir de entonces he sentido un profundo deseo religioso. Poco a poco he vuelto a tratar con la oración, con la Eucaristía y con la Palabra de Dios. He notado que soy más sensible a sus insinuaciones. Me noto sencillo y, como tal, una tabla rasa para la experiencia religiosa. Debo aceptar que toda esta reflexión está marcada por la lectura de los escritos de Lacan. De ellos me han impresionado el estadio del espejo y el sofisma cono origen de un raciocinio, incluso de la formación del yo-je. Recientemente he llegado a formular lo siguiente: las imágenes, olores y sonidos que me conectan con mi niñez y que me hacen sentir una fuerte experiencia religiosa y que me llevan a la fuente de donde se nutre mi espiritualidad, pueden ser mi verdadero yo-moi…o cruelmente, pueden ser mi primer falso axioma de donde se desprende mi espiritualidad o vocación.
Y la acción que describo, que es interior y que nace en el inconsciente y que logro entrever, se ha exteriorizado. Me da miedo decir: se ha hecho realidad. Esto debido a la desconfianza que aún tengo sobre lo que es la realidad que construye el deseo del otro. Sin embargo, se ha hecho externa de la siguiente manera:
Retorné a los ejercicios espirituales de san Ignacio recreados por Lewis S.I. Me topé con el texto de Mt 25 sobre el juicio sobre los misericordiosos y los no misericordiosos. Unos a la derecha, otros a la izquierda; unos a la vida eterna, otros al fuego. Este fue el tema del domingo y del lunes. En el colegio, en la clase de religión tuve la posibilidad de hablarles a mis alumnos de séptimo sobre la verdadera religión. Sin dirigir mi discurso hacia el tema, apareció la problemática del pobre. El verdadero hombre religioso es aquel con ama a Dios y también al hermano; ese no es mentiroso, 1 Jn 4. El pobre es el hermano, el que tiene hambre, el que esta sediento…en fin, retomé mis ejercicios en la clase. Lo hice de manera automática. Bueno, eso tiene explicación. No sería difícil hallar una.
El día transcurrió y el tema se fijo en mi mente. Por la noche me senté en mi habitación a cantar salmos. Oí las campanas de la parroquia y me dispuse interiormente a la Misa. Fui. Mi corazón me latía: vas a recibir una sorpresa. Lo intuía. Y sabía que la sorpresa vendría del Evangelio. Hoy, la liturgia propuso el texto de Lc 4 sobre Jesús en la sinagoga de su tierra: “El Espíritu de Dios está sobre mí”.
Fue una verdadera sorpresa. Pude entender la dinámica del día. La preparación fueron los ejercicios y el texto de Mateo sobre el bienaventurado que socorre a los pobres. Yo interpreté ese texto de manera muy personal. Se refería a mí como lector. Nada más que a mí. Me increpaba. Era la Palabra de Dios dirigida a mí. Yo la leía en la soledad, Ella me hablaba: si quieres ser bendito ve y ayuda al necesitado. Ahora bien, el Evangelio del día trataba sobre lo mismo. “Me ha enviado a anunciar el Evangelio a los pobres…a liberar al cautivo”. Los dos textos empatan con una precisión geométrica.
Mi inconsciente sabía que yo iba a interpretar el Evangelio de la misa como una texto referido exclusivamente a Jesús. Él es el Mesías. Sin embargo me preparo durante la jornada para elaborar un silogismo experiencial. Primero, en Mateo, Jesús quiere que sea un servidor del amor de Dios; se trata de mi vocación. Segundo, en Lucas, el Espíritu de Dios envía a Jesús a ser un predicador del amor de Dios. Es su vocación. Pero me fundo en la suya en el momento que concluyo que ambos textos se refieren al mismo envío. Por lo tanto, el texto de Lucas, que es de Isaías, también se refiere abiertamente y con autoridad a cualquier oyente. En este caso a mí. Me siento como la viuda de Sarepta o Naamán el Sirio. Erigido como Oyente de la Palabra.
Toda esta reflexión, incluido mi estado de ánimo, mis vicios, decepciones, sueños y demás, han sido guiados por una exclamación diaria, madrugadora: Espíritu Santo invoco tu Nombre, a pesar de mi realidad, movido por lo único que me queda, la Esperanza.

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