
HEREDEROS DE LAS PROMESAS
Los israelitas se consideran herederos de las Promesas de Dios. Y lo son. De ellos, Dios anunció a Abraham: “mira al cielo y cuenta las estrellas, si puedes contarlas. Y le dijo: así será tu descendencia” Gn. 15, 5. Tienen razón cuando se saben hijos de Abraham. Esa promesa incluye la elección. Dios ha tomado para sí a los descendientes de Abraham; son su pueblo. Y el pueblo será llevado a una nueva tierra: “Voy a dar a tu descendencia esta tierra, desde el río de Egipto hasta el río Grande, el río Éufrates” Gn 15, 18b. Además, Dios cambió el nombre de Abrán por el de Abraham. Y este cambio fue señal de la Alianza. La promesa incluye la Alianza: “Por mi parte esta es mi Alianza contigo: serás padre de una muchedumbre de pueblos. No te llamarás más Abrán, sino que tu nombre será Abraham” Gn 17, 4-5. Y en el mismo pasaje le promete ser su Dios por toda la eternidad (7b).
Pero también cierto que Juan el Bautista, “voz que clama en el desierto: preparad el camino del Señor…”, habla con autoridad cuando dice: “dad frutos dignos de conversión, y no andéis diciendo en vuestro interior: tenemos por padre a Abraham; porque os digo que puede Dios de estas piedras dar hijos a Abraham” Lc 3,8. En otras palabras, confiar en la promesa y no dar signos de ella es una falta. La Promesa no es de nombre. Ella requiere respuesta. No basta con comprobar el árbol genealógico para demostrar la pertenencia a Israel y con ella a Abraham; no basta eso para ser hijo de Abraham, hijo de la promesa. En realidad no es necesaria la línea de sangre.
Los cristianos nos consideramos también herederos de las promesas hechas a Abraham. Jesús nos dio tan magnífica herencia. Somos el pueblo de Dios, y Dios ha sellado su Alianza con nosotros también. Es más, en Jesús somos Hijos de Dios por el Espíritu de Dios. Por eso proclama san Pablo: “habéis recibido un espíritu de Hijos adoptivos que nos hace exclamar: Abba, Padre” Rm 8, 15b. Hemos sido constituidos herederos de las promesas que se cumplen en Jesús, tenemos la Alianza por su sacrificio y heredamos la tierra prometida.
Sin embargo, a nosotros también se nos dice: “Puede Dios de estas piedras dar hijos a Abraham”; puede, de las piedras hacer hijos de Dios, herederos de Jesús. Se aplica la misma verdad que con los judíos. La promesa no nos salva por el simple he de ser Palabra de Dios. Todos sabemos que Dios no se retracta de cuanto juró. Y como Él no se contradice, entonces se mantendrá fiel eternamente. Y es verdad. Pero el demonio también sabe eso. Satanás también se considera heredero de la Promesa.
En Lc 4, 6 el diablo tienta a Jesús: “Te daré todo el poder y la gloria de estos reinos, porque me la han entregado a mí y yo se la doy a quien quiero”. Este se tiene por heredero de la tierra. La Tierra es la promesa al pueblo de Dios en Abraham. En la tierra se debe instaurar el gobierno mesiánico. El diablo sabe que Jesús es el Mesías, lo comprendió en el momento del Bautismo (Alday), y por eso le promete un mesianismo de príncipe al estilo romano o zelote incluso. Jesús no se deja engañar. No piensa adorar a nadie más que a Dios. No piensa poner su confianza en ningún ídolo, por poderoso que parezca. Y en esa obediencia y fidelidad de amor a Dios va a la cruz. Una vez resucitado reúne a sus Apóstoles en la cima de un monte en Galilea y les anuncia: “Todo poder se me ha dado en el cielo y en la tierra” Mt 28, 18. Con ello demuestra la dinámica del cumplimiento de las promesas.
El diablo es presuntuoso, como también lo pueden ser los judíos o los cristianos o cualquier persona. Se ve como heredero. Y en ello pone su confianza hasta el descaro de probar a Dios. En las tentaciones, Satanás tiene la desfachatez de citar la Escritura a Jesús: “Puesto que eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: a sus ángeles te encomendará y en sus manos te llevarán para que no tropiece tu pie en piedra alguna”. Le recuerda la promesa del salmo 91, 11-12.
Uno puede imaginarse lo siguiente: que tal que en lugar de Satanás a Jesús, hubiere sido de Jesús a Satanás. Jesús le diría: lánzate pues está escrito, a tus ángeles ha dado órdenes para que no tropiece tu pie. Si ese hubiese sido el caso, no hay duda de que el imprudente diablo se había lanzado confiado en tal promesa. Menos mal que no fue así. Ni Jesús hubiera dicho hecho pues no tienta a nadie, ni hubiera pasado porque Jesús no es ingenuo para andar probando a Dios. Pero la imaginación puede cambiar las situaciones para poder entender mejor. Y en tal caso, Satanás hubiera quedado en ridículo. De todas maneras, frente a Jesús quedó en ridículo. Por eso se retiró hasta una nueva ocasión como dice Lc 4,13.
Volviendo al tema, Jesús no prueba a Dios. Esa sería una forma encubierta de idolatría. Quien se fía de las promesas y se echa al abandono, cae en la tentación del maligno, prueba a Dios, se arroja para comprobar que los ángeles le reciben, convierte las piedras en pan. Entonces, ¿Cómo confiar?
Voy a poner el ejemplo de David. Es un joven. Los exámenes médicos le decretaron cáncer en la sangre. Le formularon medicamentos. Pero llegó un momento en que el chavo decidió dejarlos de tomar pues le ocasionaban delirios, falta de concentración, deseos de suicidio… Frente a una vida muerta, eligió vivir bien el poco tiempo que tenía de vida. En esas cavilaciones decidió dedicarse por entero a la oración, a pedir su sanación. Él sabe perfectamente que la Palabra de Dios sana, que la luz de Dios destruye la enfermedad, sabe que Jesús concede la salud. Y tiene profunda fe en ello. Es una fe sobrenatural.
A la luz de los textos meditados, de los hijos de Abraham y de las tentaciones, la decisión de David es idolatría. Tiene su confianza en la promesa, en lo que ella vale por sí misma, tiene confianza en su fe. No confía en Dios. Sus dioses son la promesa, su fe, el poder de su oración. En cierta manera está haciendo cuanto Dios quiere; sigue la vocación de buscar a Dios. Pero el maligno ha puesto su trampa en esto. Lo apoya. Le dice, -eres heredero de la promesa, tienes fe en que Jesús te sanará, te has refugiado en la oración y en el estudio de la Ley, estas respondiendo a la Voluntad de Dios. Sigue adelante-. Y en el fondo es una tentación. Quiere que se sane por sí mismo, por sus fuerzas, por los efectos de su fe, de su contemplación. Piensa que cuanto hace es gracia de Dios, pero en realidad es esfuerzo de su voluntad. Entonces ¿Qué sentimientos debe tener?
David debe tener presenta la gracia de sanadora de Jesús, debe saberse heredero de una promesa de liberación, debe saborear la presencia de Dios en su fondo más íntimo, su luz sanadora, debe confiar en la Palabra y en el estudio de la misma…pero ese no es la finalidad de su vocación. Debe hacer cuanto se ha propuesto pero sin esperar el cumplimiento, sin presionar con su buena conducta a Dios, sin probarlo. No debe lanzarse de la torre a esperar que los ángeles le defiendan de tropezar. Si quiere dedicarse a Dios como lo está haciendo debe albergar el sentimiento de amor. Hacerlo por amor. Incluso si le vinieran todas las enfermedades del mundo, Él debe seguir amando a Dios, siéndole fiel, obediente. Amor por amor; amar por el amor mismo, no por retribución.
Esto es difícil. Se necesita mucha sutileza para entenderlo. Ya lo dijo santa Teresa: No me mueve, mi Dios, para quererte el cielo que me tienes prometido, ni me mueve el infierno tan temido. Muéveme el verte…muéveme el amor. David cumplirá con su vocación de buscar a Dios si lo hace por amor, sin esperar ni siquiera la salud de su sangre. Si Dios la da, será alegría tras alegría…si no le da nada y en cambio le llegan más daños, debe conservar su alegría como fortaleza y su amor a Dios por encima de todo. Así se librará de la tentación de querer tentar a Dios con las promesas, con la realidad salvífica de Jesús, con la oración, con la fe. Debe actuar como si no tuviera nada en su sangre, vivir como si ya hubiera sido sanado sin importar si es así o no…porque en todo, incluso en eso prima el amor.
Quizá alguien diga: es un pretensioso y un necio. Está pretendiendo poner a prueba a Dios desde el mismo momento en que optó por no tomarse las medicinas. Y podría ser verdad siempre y cuando su actitud no trascendiera al total despojo del amor. Dejó las medicinas porque no hay remedio clínico a su cáncer. Los medicamentos prolongarían un poco más su vida en condiciones dolorosas casi de locura. Ante tal evidencia optó por Dios. El error está en que su opción es de presión, de retribución. El trasfondo de su acción dice: -yo me dedico a ti por el resto de mi vida y Tú me das la salud. No te puedes negar pues eres Dios salvador. Me amas hasta el punto de darte todo por mí; hasta de darme salud. Habitas en mí y si hago explotar tu presencia como el bombardeo de un átomo, se producirá una luz tan vasta que hasta el mismo sol sentiría vergüenza de sus ropas raídas-. Ese es su error. Pide algo a cambio. En cambio, el consejo de la misma Palabra de Dios en Jesús es el de abandonarse a la Voluntad de Dios: obedecerle en la humildad y amarle despojado. Hacer explotar el fondo donde habita Dios y con esa luz sanarse pero solo si Dios lo quiere; es más sin siquiera esperarlo. Abandonarlo todo por amor a Dios.
El anterior ejemplo de David es muy dramático y complejo. Pero existen situaciones más simples de la vida ordinaria. Por ejemplo: meter el billete de lotería en la biblia para que haya más posibilidad de ganar, ir a la Eucaristía para que Dios ayude a conseguir un trabajo, evitar el mal para llegar a cielo, dar comida al hambriento para no ser juzgado tan severamente por Dios, ir a visitar santuarios para que haya un milagro... En todos esos casos hay idolatría. En todos los casos se esconde la angustia, la desesperación, el miedo. Es el mal disfrazado de necesidad. Y la persona se postra y adora al ídolo. Y quien obra así piensa que está haciendo bien. Claro está que Dios saca bien de cuanto quiere, del bien mismo y del mal incluso. Pero la verdadera actitud que enseña el Mesías de Dios, su Exegeta Jesús, es el Amor desnudo, Amor de Cruz. Adoración a Dios en Espíritu y en Verdad.
Alguien decía que el demonio entraba en donde existía la duda. La mujer dudó de la Palabra dada por Dios y pecó junto a Adán quien también dudó. Por ello entró el maligno. Entonces deducía que el único lugar donde no tenía entrada el maligno era en la plena confianza de la Palabra de Dios. Allí no entra el mal porque Dios no nos engaña puesto que Él no se contradice. Y quien piensa así está en lo cierto, aunque con peligro. La pregunta sería ¿Cómo confías? ¿Qué te mueve? Es evidente que en este caso confía en la Palabra por miedo y lo mueve el miedo que produce el mal. Confía por miedo, no por amor. Y dijimos antes que la persona podía esperar en las promesas, y creer en Dios, pero no por miedo ni por otro sentimiento idolátrico, sino por amor desnudo, despojado de toda intención que no sea la del amor mismo.
Amar incluso sin pretender con ello llamar la atención de Dios, amar sin pretender recibir respuesta. El mal si puede entrar en la confianza siempre y cuando esté motivada por otras causas extrañas al amor y llenas de idolatría. Por el contrario, es verdad, el mal no cabe en la persona que confía en la Palabra de Dios, pero sí, y solo sí, lo hace por amor obediente hasta la cruz.
Hay un caso curioso. Trata del tema de las imágenes religiosas. ¿Por qué razón se tienen imágenes? ¿No es ello idolatría, no tanto en el sentido del que hablan tanto los protestantes, sino, en cuanto a la razón de tenerlas? La mayoría de las veces una imagen de un santo, de la virgen o un Cristo, es para mitigar el temor servil que provoca el sufrimiento, o el mal. Pongo el ejemplo de Mercedes. Ella tiene un niño Jesús recién nacido, una imagen de la virgen la salud, una de Guadalupe y un ícono de la teofanía del Señor. Ella está enferma. Y vive pidiendo la salud. Cada vez que dirige su mirada hacia dichas imágenes les pide en su interior que la sanen. Con esos sentimientos regresó a la Eucaristía y a la confesión. Incluso ha pensado en hacerse monja.
Pero, luego de reflexionar descubrió una gran verdad. Ella se imagino postrada en una cama. Se vio inmóvil, totalmente paralítica. No movía ni un solo músculo exterior. Ella vio desfilar a sus hijos, a sus hermanos y amigos. A todos quería decirles algo. Y en esa angustia por comunicarse se dio cuenta de que sus sentimientos eran de total ternura, que las palabras que quería decir eran todas de ternura, de amor. Y descubrió que los ojos eran la mejor boca para hablar de ternura. Con esas ideas hizo lo posible para trasmitir la ternura a través de sus ojos y más que eso a través de su presencia. Cuando terminó de imaginar tal cosa volvió sus ojos a sus imágenes religiosas y comprendió todo. En ese cuerpo inmóvil de porcelana, de madera o de papel, en esa parálisis de la materia existe una fuerza de ternura, de amor; un presencia tierna y amante. Desde aquel momento decidió tener sus imágenes por la ternura y el amor que le comunicaban. Decidió dejar de pedir el milagro de la salud y se dedicó a buscar la fuente de dicho amor.
Dn 3, 16-18: “No tenemos que responder sobre este asunto. Si el Dios a quien servimos puede librarnos del horno de fuego y de tu poder, majestad, nos librará. Pero, si no lo hace, has de saber, majestad, que nosotros no serviremos a tus dioses ni adoraremos la estatua de oro que has erigido”.