miércoles, 16 de diciembre de 2009

PARA ESCAPAR DE LA CÁRCEL USA ALAS


-Para escapar de la cárcel usa alas. No vueles tan alto que el sol te derrita la cera con que pegaste las plumas, ni lo hagas tan bajo que el mar las humedezca-. Ícaro escuchaba con atención. Los brazos de su imaginación atraparon una idea. Dédalo notó el brillo de los ojos en el chico. –Te lo advierto, hijo sigue mis indicaciones, así vivirás-. El joven agachó la mirada y se sumergió en sus planes. ¿Para qué la vida cuando los bríos juveniles la trascienden? ¿Qué sentido tiene la vida cuando la opaca el determinismo del deseo? Ella se relativiza.

La ruta de la vida es la justicia. La justicia es gemela de la prudencia y ésta de la sutileza. Los extremos son muerte. El sol quema, la espuma del mar moja las alas. Quien se salga del camino de la prudencia conoce la muerte. Ícaro lo hizo. Las manos de su imaginación se hicieron carne en unas alas. Él fue directo al sol, directo al paraíso. Y arriba, cerca del astro, encontró la cruda realización de la advertencia paterna. El sol deshizo sus alas. El chico cayó al mar. Murió. Su padre, por su parte, siguió su camino y vivió.

Una característica del prudente, del justo es que no abandona su camino; conoce la vía de la liberación y la sigue. Pero, en su cuerpo se gesta un nicho tan cálido de seguridad que le impide salvar a quien corre riesgo. ¡Cómo! Es cierto, el padre advirtió a su hijo. Le rogó que siguiera una ruta segura, equilibrada. Pero su sabiduría llegó hasta la advertencia, hasta el relato. No fue capaz de desfigurar su camino prudente para salvar a su prole. En cierta medida, la persona justa es egoísta. Está segura de sí misma y de su verdad que mira con reproche a quien se sale de tal senda. ¿Qué hubiera pasado si Dédalo hubiera seguido a su hijo hasta impedirle morir o hacerlo junto a él?

Es obvio. Lo hubiera podido salvar o hubiese muerto en el intento. Pero la justicia no le dio para ello. La prudencia se queda corta. La sutileza llora su desdicha. No tienen manos. Son mancas. Se muestran bajo un disfraz bonito y decente. Sin embargo, en sus entrañas guardan celos, egoísmo. Así es Juan. Él es un sacerdote anciano. Y para seguir el trayecto de su vida recta niega cuanto está a su alrededor. Su vuelo es del religioso observante. Pero ello no le da para más. Teme acercarse al dolor por horror a la muerte que compromete.

Un día, Juan pasaba por la plaza de la ciudad. Iba con los distintivos del religioso. En una de las sillas del lugar estaban sentadas un par de mujeres en espera de algún redentor; alguien que les diera para el sustento del día a cambio, por lo menos, de sus cuerpos. En cura pasó junto a ellas. Ellas le saludaron. Él no respondió al saludo, ni siquiera las volteó a ver. No fuera ser que se quemara en el fuego de quien se desvía., o en la humedad que quien se moja en la sal del mar. Una vez más, Dédalo se salvó en la phrónesis. Pero ésta no es cristiana. ¿Qué salvación logró?

Alcanzó la vida. Ícaro murió en la dicha y abismo de la fidelidad a sus sueños. Quizá su muerte es más vital que la vida mortal de su padre. Dédalo sobrevivió. Y eso, por analogía, hace el cristianismo actual (en algunos sectores): sobrevive. Y vive sobre los deseos e ilusiones de tantas personas que al igual que Ícaro buscan seguir sus ideales tan primitivos y tan nuevos aunque eso les lleve a la muerte. Pero el cristianismo actual permite sobrevivir, permite vivir en la prudencia, en la justicia, en la mediocridad. Y eso no es ser cristiano. Cristiano es quien muere. Muere tratando de alcanzar a Dios, y muere tratando de servir a su próximo. No es justo, no es prudente, no es sutil: así son los paganos. El cristiano es distinto. Es tan distinto que lleva la sutileza, la prudencia y la justicia a la muerte. No porque las mate, sino porque las plenifica con sus sueños delirantes.